No fue hasta sus siete infantiles años, cuando comenzó a creer en él. Las mentiras, traiciones y un sin fin de malas bromas hicieron del pequeño Martín un ser desconfiado de su ahora mejor amigo. Fue extraño, pero los sobreprotectores padres de martincito se esmeraban en que su hijo dejara aquellas juntas, solo por la preocupación de que su hijo no tuviera amigos imaginarios.
Los juegos y los pocos diálogos de esos dos pequeños eran tan normales, expresivos y jubilosos como cualquier pequeño de dicha edad, mientras que los miedos tan típicos como el barro en sus pantalones.
Martín, un niño de conducta más bien calmada, siempre gozaba de buena gana con su imaginación y su mejor amigo, creando mundos nuevos, y compartiendo más de una aventura con sus personajes de ficción favoritos.
Así como el tiempo pasaba, también martincito crecía y obviamente su compañero de travesuras lo hacia con él. Fue entrando a los ocho años cuando Martín recibió un golpe duro para su ingenua y corta vida. Su mejor amigo, poco a poco lo dejaba, cada vez se veían menos y si lo hacían las palabras no permitían el lenguaje de señas de simples niños. La misma imaginación que los hacia viajar al espacio sideral y luchar contra monstruos gigantes le fabricó lo que él creyó, un amigo. Su mejor amigo.
Pasado los días, después de los últimos vagos encuentros y de dimensionar todo a cabalidad, Martín solo se limitó a comprender lo qué en realidad era él o mejor dicho lo qué fue, solo el amigo imaginario de un niño real.
Para Martíncito y el lector: