Quedaron de encontrarse aquella tarde de domingo de agosto en la plaza de juegos. Era una partida de ajedrez que decidía muchas cosas, entre ellas el orgullo por no ser derrotado. Hasta la fecha ya habían jugado un par de mesas, resultando el cano jugador como victorioso. El ultimo encuentro fue en marzo, pero terminó en tablas, pues su rival tenia un partido con un joven de 23 años en un hospital.
Fue el peón frente al rey el que dejó su estado inerte, mientras la calma de ambos era más que evidente. El caballo de su sombrío rival se apoderaba del tablero, como diciendo con aquella jugada -No, pastor no.
Era mutuo el saber de que cualquiera fuera el resultado de este juego, tarde o temprano terminaría de igual modo.
Ahora era el turno del anciano, quien optando “plan b” mueve también la estatua animal. Acto seguido de esto cada pieza y movimiento de ambos hacían muy bien su deber.
Ya entraba al juego la luz artificial y peones, torres y uno que otro alfil yacían a un costado del tablero, corriendo la misma suerte la reina del viejo jugador, su reina.
El oscuro contrincante se mostraba calmo, tal vez la confianza de saber el final le hacía tomarse todo con mucha tranquilidad; mientras que su opositor luchaba por mantenerse en juego, cayendo a menudo en errores no forzados.
A estas alturas de la noche, dominaban el tablero las estatuillas color negro. El longevo jugador ya había perdido también a su alfil, su mano derecha. Sin embargo, ambos reyes con mirada orgullosa se mantenían atentos al campo de batalla, el negro en su posición inicial y el blanco tras una muralla llamada “enroque”.
Solo había miradas entre los jugadores, ni una sola palabra, un ambiente tenso, ni el viento de aquella estación del año daba señales de si mismo.
Solo quedaba seguir en juego, para que al final de éste se oyera con voz pesante un claro “jaque mate”.
El rey negro cae sobre el tablero. El anciano había vencido a su rival, la muerte, solo hasta el próximo juego.